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A esta reflexión no me introduzco con una definición gestacional de viabilidad humana, pero habrá que utilizarla en su momento. Sin embargo, quiero señalar un aspecto repetitivo en la literatura y narrativa médicas: la utilización de nombres sin claras definiciones y, que obedece, a las dificultades para definir ciertas situaciones o eventos. Este al que me avoco hoy es uno de ellos. Ya no solo se escribe y habla de viabilidad humana, sino de “al borde de la viabilidad”, “los leves márgenes de la viabilidad”, “pre viabilidad” o de “peri viabilidad”. Y, ¿qué es viabilidad?

La provocación ética, que titula este escrito, más que en la definición de viabilidad, está en el cuidado que se le debe a un ser humano en ese límite donde se encuentran la muerte y la posibilidad de vida, aún en gestación. Pero es claro que para ello se hace necesario definir viabilidad humana. Hasta ahora, siempre se ha hecho con el denominador de muerte o de sobrevida. El no viable, muere; el que sobrevive, ¿es viable? El no viable, no se debe resucitar; el viable…¿cuál es viable para reanimarlo?

Así como en economía, el ingreso o renta per cápita, o producto interno bruto, ostenta una definición injusta e impropia sobre el bienestar, poder adquisitivo o riqueza económica de un país, porque ignora el aspecto ético de la equitativa oportunidad a la distribución de las riquezas; la viabilidad humana, considerada desde la bruta perspectiva de no morir, es igualmente inapropiada e injusta. El cuidado neonatal como la obstetricia perinatal deben optar por productos intactos, no solo sobrevivientes. Y la tecnología como la habilidad tienen límites en esa penumbra de los serios escollos del desarrollo y crecimiento humanos interrumpidos en el estadio uterino, de forma prematura.

El intercambio gaseoso vital de oxígeno y dióxido de carbono, se hace especial y prioritariamente en la interfase alveolo capilar, en el parénquima pulmonar, que se produce en la etapa alveolar, a partir de las 36 semanas de gestación. Los sáculos alveolares, estructuras embriológica y cronológicamente anteriores a los alveolos (etapa sacular, que se inicia a las 24 semanas pero no termina hasta después de las 36 semanas), superan -cuando lo pueden superar- con dificultad variable, las condiciones morfológicas y fisiológicas adversas para la función respiratoria vital. Estas dificultades son obvias y obedecen al mayor o menor grado de inmadurez fisiológica. Mucho menos hemos de esperar que, en la etapa canalicular (16-26 semanas de gestación) los conductos alveolares, las estructuras más periféricas del árbol respiratorio en desarrollo, cumplan a cabalidad esta función necesaria para la vida y para la nutrición adecuada de órganos y tejidos.

En una revisión del concepto médico legal de viabilidad, Arzuaga y Lee nos recuerdan que, en la Medicina norteamericana, a principios del siglo XIX, los primeros movimientos fetales sentidos por la madre en su útero, marcaban la viabilidad. Luego, en 1935, aunque no se estableciera un peso mínimo para definir viabilidad, 1,250gm se utilizó frecuentemente, correspondiendo a una gestación de 28 semanas, como el peso de fetos viables.

Con la utilización de la presión positiva constante a las vías aéreas o CPAP, e inmediatamente después con la introducción de la ventilación con presión positiva intermitente y la alimentación parenteral, todo esto en las últimas tres décadas del siglo XX, los primeros bebés por debajo de 750 gramos de peso al nacer comenzaron a sobrevivir, se vislumbró el éxito con bebés entre 500 y 700 gramos, y, en efecto, se modificaron las cifras de la mortalidad entre prematuros de muy bajo peso. Se hizo posible la utilización de surfactante pulmonar y se le dio nuevo aliento al uso de corticoides antenatales. Continuaron mejorando las estadísticas de sobrevivencia y, con ello, el concepto de viabilidad se llevó a gestaciones de 24-26 semanas y en la mira estaban ahora, con la entrada del siglo actual, los prematuros extremos, 350-500 gramos, 22-23-24 semanas de gestación. La tecnología modificaba la mortalidad y la mortalidad se constituía en el elemento para definir viabilidad, al punto de que cualquier signo de vida, se considera signo de viabilidad por mandato legal, a partir del año 2002, como lo establece el Acta de Protección de Infantes Nacidos Vivos (BAIPA) , en los Estados Unidos.

Utilizar la mortalidad como el elemento que juzga viabilidad es una instrumentación no todavía archivada. La interpretación de la mortalidad obliga a que se conozca el universo y la geografía con el cual se comparan. Las cifras de sobrevivencia son mucho más halagadoras, por ejemplo, cuando se toman entre los pacientes que han nacido dentro de un hospital en particular. Se desmejoran cuando se consideran todos los pacientes en una unidad, nacidos allí o traslados de otras unidades u hospitales. Y, si se toman las cifras de todos los nacimientos en una ciudad, en un país o en una región, no hay ninguna posibilidad que estas cifras sean mejores, partiendo desde el mismo momento en que se reconocen múltiples facilidades y de diversa calidad. Sin embargo, hay conductas legales históricas que determinan viabilidad, incluso en esos márgenes o límites no claros, sin importarles el peso, la edad gestacional o el lugar donde se nace dentro de un mismo hospital.

El Instituto Nacional de Salud Infantil y Desarrollo Humano de los Estados Unidos (NICHD), por ejemplo, señala que cada 100 gramos de diferencia de peso es equivalente en sobrevivencia a una semana adicional en útero ; y que una semana adicional en el útero materno implica un aumento del 4% en la sobrevivencia del neonato .

Importantes dificultades estadísticas se encuentran para el análisis de los trastornos o secuelas que inhabilitan severamente a los sobrevivientes (sordera, ceguera, parálisis cerebral, requerimiento de silla de rueda para movilizarse, o de tubo de alimentación y/o gastrostomía para alimentarse). Si se relacionan con el total de nacidos vivos, el porcentaje será inferior que si se relacionan solo con respecto a los sobrevivientes, y esto, a su vez, dependerá de si hay mayor o menor mortalidad. Pero, el número de pacientes con secuelas aumenta. Cuando pasamos a mirar la categorización de la edad gestacional y los diseños de los múltiples estudios pertinentes a las secuelas del manejo y la prematuridad, reconocemos otras dificultades por razones variables y hasta desconocidas. Lo que sí ha estado claramente establecido y desde antes de 1990, es que el cuidado intensivo de prematuros pequeños mejoró la mortalidad sin disminuir las discapacidades entre los sobrevivientes . Entonces, ¿es el momento de tomar la decisión de no considerar viabilidad o sobrevivencia como el parámetro para continuar medidas de reanimación en prematuros muy inmaduros o recién nacidos con malformaciones congénitas incompatibles con una vida independiente y productiva?

Hoy, la viabilidad neonatal pasa al espectro de lo artificioso. No ha sido suficiente que reconozcamos que, el efecto sobre la prevención de la enfermedad pulmonar neonatal y postnatal por deficiencia de surfactante es magro cuando utilizamos corticoides antenatales debajo de la semana 24 de gestación, sino que ahora se propone su uso para gestaciones de 22-23 semanas con amenaza de parto prematuro porque mejora la sobrevida, aunque no mejore la incidencia de la enfermedad pulmonar ni de la hemorragia intraventricular , ni sus secuelas sobre el neurodesarrollo y función. Es decir, se mejora las estadísticas de sobrevida pero no la calidad de vida, en este grupo de prematuros más allá que extremos, cuyos nacimientos merecen una denominación más precisa: nacimientos fetales .

Estas decisiones se agravan cuando no infrecuentemente suele ignorarse la data disponible sobre efectos deletéreos de las múltiples dosis de corticoides antenatales -de arbitrarios esquemas sui generis- sobre el crecimiento y función cerebral, como sobre el crecimiento morfológico fetal; y, cuando se complace a sus adeptos con resultados de seguimientos a cortos plazos que resultan neutrales, medidos para solamente los primeros meses de vida, o, incluso, antes de los 2 años de edad. De estos resultados temporales concluyen algunos la inocuidad de estas modalidades de tratamiento fetal, sin respetar el hecho establecido que estas edades postnatales son muy tempranas para medir influencias negativas sobre el desarrollo en el ser humano .
Como bien lo comenta Alan H. Jobe , para ambientes con suficientes recursos materiales, la pregunta sigue siendo sobre la eficacia de un medicamento para un propósito puntual, ignorando el todo. Volvemos a una afirmación ética necesaria: no es lo que se puede hacer, sino lo que se debe hacer, y entender que si algo es imposible, no hay obligación o por qué intentarlo.

Si bien es cierto que el concepto sociológico de calidad de vida es difícilmente aplicable al neonato que aún no ha desarrollado aptitudes cognitivas ni emocionales necesarias para ese goce de su actuar en la sociedad que le prodigue satisfacciones, el concepto de justicia y de justicia distributiva sí favorece que el cuidado neonatal considere la calidad de vida de prematuros extremos , conociendo las serias limitaciones al desarrollo neurológico y a la inteligencia, que sensible y lamentablemente revelan ya estudios a largo plazo, que no pueden desestimarse. A la futilidad de sobrevida debemos reconocer un tratamiento fútil . Desde el punto de vista de la justicia, no toda reducción de la mortalidad mediante intervenciones de cuidado crítico vale la pena frente a la morbilidad que se deja en esa población de pacientes.

En todo momento, pero hoy de forma crítica, es necesario renovar conceptos y retomar posiciones que pueden, incluso, ser totalmente opuestas a lo que veníamos haciendo. Alrededor del mundo se ha establecido un consenso de resucitar a todo producto de un embarazo de 23 semanas y dar cuidado intensivo a todo neonato de 25 semanas o más, pero es necesario crear guías y prácticas que protejan al niño y a la madre de sufrimiento innecesario, que se genera del manejo y las decisiones médicas . La responsabilidad ética de servicio con el paciente y su familia, la confianza y ese acto fiduciario entre médico y paciente que da por descontado la excelencia y prontitud de la atención médica, implican también la revisión de normas y conductas a la luz de resultados y conocimientos no solo ajenos, sino propios.

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