Call: +507 269-9874
Address: Consultorios Médicos Paitilla

La discusión en el Senado norteamericano sobre los costos y precios de las medicinas en Estados Unidos nos revelan aspectos que, seguro, la comisión nacional nuestra sobre medicamentos -adornada con vicepresidente y candidato presidencial- debe haber consultado ya, por ser asuntos conocidos allende los mares, aunque no los revele.

Por ejemplo: (1) el precio de los medicamentos lo pone, sin discusión alguna, la industria de los medicamentos; (2) la industria lo hace agresivamente para alcanzar ganancias y lo hace de forma que no haya competencia, y mantener los precios altos suficientes, para garantizar sus ganancias; (3) los administradores de los beneficios para las farmacias (PBM o Pharmacy Benefit Managers, por sus siglas en inglés) en Estados Unidos -que aquí puede ser la Asociación de Representantes-Distribuidores de Productos Farmacéuticos (Aredis)- son responsables por problemas puntuales, 3 de ellos: (1) el control del 80% del mercado, que indica que son dueños de distribuidores y al mismo tiempo de farmacias, y yo agregaría que se asientan en superficies continentales u oceánicas extranjeras para comprar y revenderse las medicinas en los territorios de su interés o tierra firme, con lo que multiplican vulgarmente sus ganancias; (2) controlan los únicos medicamentos que se harán disponibles a las poblaciones que los necesitan, es decir, escogen las medicinas que se le ofrecerían a los pacientes y a las farmacias, y (3) están integrados verticalmente dentro de las grandes corporaciones aseguradoras, que también son dueñas de sus propias farmacias, con lo que se origina un conflicto de intereses de proporciones inestimables y se favorecen políticas monopolistas, que hacen más difícil el acceso en todo tiempo a medicamentos críticos o mejorar los precios de ellas para la población. Un negocio redondo o el negocio redondeado.

¿Se puede extrapolar este marco de actuar o sacarlo de las fronteras de Estados Unidos? Creo que no es nada difícil hacerlo.

Las preguntas son obvias y tocan varias industrias. ¿Quién y cuándo decidió sacar de las manos de los médicos la prescripción farmacológica por enfermedades o los exámenes para confirmar un diagnóstico? ¿Quién y cuándo decidió colocar su decisión comercial y mercantilista por encima del acervo de la educación médica especializada? ¿Por qué es la farmacia quien decide que este medicamento no está disponible para este problema o para este paciente asegurado, sino este otro, cuya eficacia y seguridad bien puede ser inferior al que prescribe el médico? ¿Con qué juicio la aseguradora determina que este examen no se hace en un cuarto de urgencias, pero sí en pacientes admitidos al hospital? O, ¿por qué el cirujano no podrá utilizar este material de sutura indicado, sino este otro autorizado por la compañía aseguradora? ¿Por qué se le niega al paciente con cáncer el medicamento antiemético o para el dolor, que se le recetó, para darle otro de pobre o ninguna eficacia o permitirlo cuando ya la situación es irreversible? ¿Qué soporte ético rige la decisión de hacerle cargos muy superiores a los medicamentos de las farmacias hospitalarias, donde se tiene una población cautiva de pacientes? En otras palabras, como señala Jamie Raskin, se niega un medicamento superior para dar uno de inferior eficacia hasta probar que no sirvió y, seguro, cuando ya es tarde, solo porque los mayores precios de ellos, los decide una junta de accionistas de la industria.

La respuesta es sencilla: las aseguradoras -sin fronteras- favorecen lo que menos les cueste, como también lo que les deje más beneficios. Un mecanismo es encaminar la decisión médica a un menor número de exámenes o estudios, con tal de que los costos por cada asegurado sean menores. Esto no es delito, excepto cuando cruza las fronteras del beneficio del paciente, de su alivio o de su curación. Y como ellas también tienen sus intereses en la farmacología y la bioquímica, asumen algunas, la industria de los medicamentos. Los biológicos resultan muy costosos, incluso para quien los puede pagar, y son prohibitivos a quienes los necesitan, a pesar de tener ingresos. No pocos de ellos tienen que recurrir a préstanos o hasta empeñar sus propiedades para toda la vida, aún en países “ricos”, una vida que tratan de salvar porque si no los obtienen, se van muriendo poco a poco y de las formas más indignas.

La ecuación económica se discute en varios países donde las poblaciones se quejan de los precios comparativos con sus vecinos. Por ejemplo, en Estados Unidos se preguntan por qué los precios del mismo medicamento son muy inferiores en Canadá, Francia o Japón. Nosotros conocemos en carne propia las abismales diferencias de los precios que nos embuten a los medicamentos aquí, en el soberano territorio de la corrupción y la indolencia, cuando comparamos con nuestros vecinos en Suramérica, España o Turquía.

Como preguntara el senador Raskin, paciente de cáncer, “¿cuál es el premio de la industria farmacológica y las farmacias para llegar a este punto de tanta insensibilidad?” El premio es hacer plata, se contesta a sí mismo. Es ver cómo recuperan más dinero, tanto de los gobiernos como de los pacientes, en el sector público y en el sector privado. Lo que dejan de hacer en una región pobre, lo colectan en otra menos pobre, ni siquiera importa que el hombre común asalariado no lo pueda comprar o se tenga que endeudar para obtenerlo; allí también hay la oportunidad de venderlo a un privilegiado, que sí puede pagarlo, individuos que conviven en una sociedad desigual, con un sistema de salud dispar. Al final, la ganancia es superior por las ventas del volumen de la mercancía disponible y aún no menos costosa y quizá menos eficaz. No es la salud, es la ganancia con la salud y la enfermedad.

El paciente discriminado por la sociedad se convierte en moribundo cuando toma cualquiera de las dos decisiones: o deja de comer para comprar las medicinas o abandona la prescripción que le recuperaría la salud, para no quitarle la comida a sus hijos y familia. Y quien crea que esto no es así, lo invito que se acerque a los mostradores de las farmacias, donde un número nada despreciable de enfermos compra dos cápsulas de un antibiótico para una infección que requiere para su erradicación 20 cápsulas o una tableta para el dolor que solo le servirá para un par de horas. O la madres que mezcla una lata de leche crema con dos de agua para alimentar a su bebé de meses o años, porque su paupérrimo estado nutricional, su enfermedad y la edad de sus vástagos no le permiten alimentarlos con su leche y, mucho menos, obtener fórmulas de onerosos costos. Aquí no hay explicación honesta para los costos de las medicinas. Solo hay que mirar y conocer más allá de las fronteras.

Enfermedad y desnutrición es el legado de la corrupción. Recuérdalo cuando vayas a elegir: ese que te regala un jamón tiene una cena ovípara cada noche; ese que te regala un triciclo tiene cinco autos en su casa; ese que te mete $5 en el bolsillo el día de las elecciones tiene millones tuyos en su cuenta bancaria, millones de balboas que eran para la escuela de tus hijos y la tuya, para tu centro de salud, para el techo de tu casa, para asfaltar las rutas por donde puedes llegar con tus cosechas a los mercados, para que se respete tu trabajo y tu dignidad.. Publicado por el diario La Prensa, de Panamá, el viernes 2 de junio de 2023

Leave a Reply

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.