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Mont Liggins (Graham Liggins) se fascinó con la labor de parto y el parto, de allí su opción por la obstetricia, durante su entrenamiento en el Hospital de Auckland.

Él estaba convencido que era el feto y no la madre, quien iniciaba la labor del parto. Recuerdo bien que, a mi regreso de Estados Unidos como neonatólogo y pediatra, enseñaba a los internos y residentes de pediatría como a los pediatras de la Caja de Seguro Social y del Hospital Gorgas, que “el feto baja la palanca para iniciar su descenso por el canal del parto”.

Era también mi explicación al desconocido mecanismo del parto, que comenzábamos a comprender.

Ya se sabía que animales sin cerebro (anencefalia) no iniciaban la labor del parto debido a la interrupción del sistema neural y endocrino, asociados con la liberación de corticoesteroides.

Basado en esto, junto al pediatra Ross Howie, inyectaron ovejas preñadas, aún en gestación incompleta, con esteroides para conocer su efecto en la inducción de la labor de parto. En efecto, inducían la labor del parto.

Al examinar las ovejas que nacían prematuramente, observaron incidentalmente un efecto beneficioso del corticoide: sus pulmones tenían un grado de desarrollo o madurez superior al esperado para la edad de su gestación, lo que les permitía inflarse con aire y no morir al poco rato de haber nacido, algo que también era de esperarse, por su prematuridad.

Habían descubierto la aceleración de la maduración de los pulmones fetales, sin proponérselo.

Así fue como por serendipitous (por chance natural, sin un diseño científico para probar o no una hipótesis de trabajo) se produjo uno de los descubrimientos más importantes para la medicina perinatal, cómo rescatar de la muerte a cientos de miles de niños que nacen prematuramente, cuando aún el desarrollo y la función de sus pulmones inmaduros, no les permite sobrevivir.

En la medicina ocurren estos experimentos naturales que no siempre sabemos observar o descubrir, porque se necesita estar entrenado para ello.

También es cierto que “el cuidado urgente del paciente agudo en un hospital, no siempre permite tener a mano la evidencia científica de su manejo y ese cuidado se hace confiado en lo que conocemos, en lo que intuimos y en lo que hemos aprendido con los años”.

Siddhartha Mukherjee nos lo recuerda en lo que ha llamado la Primera Ley de la Medicina: “una intuición fuerte es más poderosa que una prueba débil”.

Ahora, como lo advierte Daniel Kahneman, en Pensar rápido, pensar despacio, la intuición responde a lo que evoca con mayor facilidad y puede equivocarse por prejuicios emocionales mientras hace alcance de lo que tiene más cerca.

Complicado y puede ponerse peor, cual señalan los doctores Anupam B. Jena y Christopher Worsham, en su interesantísimo libro, “Actos aleatorios de medicina”: “la medicina puede ser confusa, complicada e incierta”.

Estos mismos autores nos recuerdan cómo el doctor John Snow, durante el brote de cólera de 1854 en Londres, una enfermedad diarreica severa que produjo muchos muertos por deshidratación, fue protagonista de uno de estos experimentos naturales, que permitió trazar el origen de la enfermedad y tomar las medidas que la combatieron cuando no había microscopios ni medios de cultivo para reconocer la presencia de bacterias en los fluidos humanos y, mucho menos, antibióticos.

Los síntomas gastrointestinales de los pacientes le sugirieron al doctor Snow la hipótesis de que se trataba de una infección adquirida por la ingestión de algo.

Luego, le dio importancia al hecho de que no ocurría en todos los habitantes de Londres, sino que estaba concentrada en una sección de la ciudad, que lo llevó a visitarla para su investigación.

Allí descubre que, en ese vecindario en particular, la gente que enfermaba obtenía el agua de tomar y cocinar de una toma específica, mientras que aquellos que no enfermaban lo hacían de otra fuente de agua.

Las dos poblaciones de enfermos y no enfermos tenían las mismas características físicas, costumbres e ingresos.

Sin embargo, la bomba de agua de donde tomaban los enfermos, se nutría de otra fuente y Snow sospechó que allí yacía el origen del problema.

Ordenó que se sellara esa bomba de agua y los enfermos comenzaron a disminuir. El experimento natural le permitió encontrar la causa de la enfermedad, aunque no conociera la bacteria causante, el Vibrio cholera, y la intervención se lo confirmó.

La naturaleza trabaja a escondidas y observarla nos da respuestas, como el paciente de Mukherjee que es admitido y con “toda la pinta” de estar enfermo por cáncer o por el virus de inmunodeficiencia humano, con todos los exámenes negativos para ello, y que por haberle mandado a la casa para que el ambiente hospitalario no lo enfermara más, en las visitas a la consulta externa, descubre que el paciente tiene frecuentes conversaciones con un paciente enfermo por adicción a drogas.

Su paciente también estaba enfermo por adicción a drogas. La casualidad de verlos un día juntos le permitió al doctor Mukherjee, hacer el diagnóstico e iniciarle tratamiento. ¿Un asunto de suerte? ¿El destino a favor del paciente? ¿Tenía que suceder?

Así lo cree mucha gente, pero no son otra cosa que actos aleatorios de la medicina, no de la precisión del instrumento de oro de la investigación clínica, el ensayo aleatorio con doble control, pero que cuando se suceden son de gran utilidad. Los ensayos aleatorios diseñados cuidadosamente no están disponibles todo el tiempo, toma mucho tiempo para completarlos y son muy costosos.

Los actos aleatorios de la medicina hay solo que identificarlos, están allí y aquí en nuestro sistema de salud y son responsables de que el curso de la enfermedad de 2 individuos tome caminos diferentes, a pesar de presentar similares características, solamente por chance, o por “mala suerte” o por “buena suerte”. Publicado por el diario La Prensa, de Panamá, el viernes 6 de octubre de 2023

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