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Heráclito dijo “el hombre de ayer no es el hombre de hoy y el de hoy, no será el hombre de mañana”

 

 

¿Dónde habría más soberbia, en aquella narración del Génesis que dijo que el Hombre es el Señor de la Creación, o en este acto que intenta crear seres humanos superiores, genéticamente perfectos? ¿Quién compite por mayor capacidad destructiva, aquel que violenta la Naturaleza y lo que en ella habita o este que niega el cambio climático para sembrar contaminación?   ¿Qué nos ha hecho más daño, aceptar la diversidad que nos habita o someter y conquistar las diferencias?  ¿Dónde hay más violencia, en el lugar donde se ensaña o en el lugar donde se cultiva?  ¿No es acaso salvaje la corriente ideológica para quien la riqueza se mide en propiedad y rendimiento, mientras doblega y pisotea la dignidad humana?  O, ¿esa otra para quien el hombre se somete a la voluntad de un puñado de privilegiados por membresía, jerarquía y poder?

 

Estas son solo algunas facetas de la crisis humanitaria que antecede a la actual crisis higiénica mundial, y que puede rehacernos como seres humanos, solidarios, respetuosos, con empatía hacia el Otro y con límites para los apetitos materiales, que hoy no sirven ni siquiera para gozarlos por más años.

 

De esta crisis humanitaria por la que atravesamos, empujados con tiempo o sin él por la pandemia de un virus adaptado al ser humano, ¿será que podremos acoger la enseñanza que somos seres humanos valiosos, que la vida sí tiene sentido, que sin respeto a las diferencias y a la dignidad de personas no habrá espacio para la solidaridad y el amor, sino para seguir utilizando epítetos degradantes, aupando conductas delictivas y crímenes contra el Otro?  No es un asunto cognitivo lo que nos separa, es un asunto humanista, la ausencia del Hombre en nuestros corazones. La gente no tiene que morir para entender nosotros que tenemos que abandonar liderazgos huecos de cuidado y atención a la vida del Otro y abrazar la solidaridad humana.

 

De la historia nacional reciente, ¿qué lugar común tienen los sobrecostos de obras para la modernización, el desvío delictivo de dineros para estructuras de sanidad o centros escolares, la reclamación de coimas para la consecución de la más mínima inversión con los dineros de los nacionales, los incumplimientos de los requisitos preestablecidos y normas acordadas en contratos gubernamentales con empresas y empresarios de la sociedad civil, los hábiles movimientos nocturnos de dineros de un lugar al otro para comprar y vender conciencias o engordar riquezas, el asalto a la esperanza, a la fuente de alimento o de vestido y calzado del escolar pobre, la desfachatez y burla a la dignidad humana con ofertas de mentiras o dádivas degradantes frente a una justicia anestesiada por complicidad, el asalto a las canteras de jóvenes deportistas con la pérdida de sus enseres deportivos, sus campos de juegos y sus estadios, el robo de salarios para quedarlos en familias privilegiadas por el voto popular o la membresía partidaria?  La lista es larga y las cárceles están todavía vacías.

 

Hoy, la enfermedad pulmonar y las muertes por el Covid-19 han colocado al lado del enfermo y del moribundo a otro hombre, a otra mujer, porque la vida tiene sentido.  Si no tuviera sentido, ¿por qué luchar tanto por preservarla?  ¿Será esta la lección para los que queden, que la vida tiene valor intrínseco en cuanto busca su sentido, que la persona tiene dignidad, que los derechos no tienen clase ni color o raza y los privilegios, base económica?  La hora de la honestidad, del compromiso, de la transparencia, de la responsabilidad, de la coherencia, de la justicia y la solidaridad repica campanas inagotables y sin fronteras. Alguien ha dicho, “el coronavirus es democrático”, entendiendo por democracia un sistema equitativo para opinar y transitar con libertad, para repartir entre todos las oportunidades, sin discriminar, para permitir al hombre y a la mujer la igualdad de trato, el acceso al bienestar y las riquezas.  Pero ese modelo también ha fenecido, porque las democracias vienen muriendo de manos de sus propios hombres, que apetecen el poder e ignoran al Otro, y que implantan la jerarquía y la autoridad en todas las situaciones de la vida cotidiana, para imponer lo injusto, lo vulgar, el delito y la arbitrariedad.

 

No son unos cuanto los pobres y los desamparados, los excluidos de la vida y del bienestar, los abandonados en los caminos hacia la salud y la educación.  A ellos, los más sencillos hombres y mujeres de nuestra geografía debemos pedir perdón.  Hagamos el camino para que el hombre de mañana no sea el de hoy, que sea un hombre nuevo.  Es la forma de contener la furia del hambre y la enfermedad.  Es hora también de darle a la libertad el solo lugar de asegurar la justicia.

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