- May 9, 2025
- Pedro Vargas
- Bioética, Cultura médica, Derechos Humanos, Derechos Humanos de los Niños, Educación Médica, La Prensa, Lecturas Bioetica, MAESTROS DE MEDICINA
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Lapsos en las virtudes personales, no infrecuentemente, producen rupturas en la confianza y la independencia que la sociedad ha puesto en los profesionales. Estas rupturas vienen erosionando la confianza y el respeto de la comunidad hacia los profesionales de la medicina, desde ya varios años atrás, y no son gratuitas.
Bien es cierto que los profesionales de la salud tienen derechos, pero también deberes; oportunidades, pero también responsabilidades; privilegios, pero también obligaciones. No es menos cierto que además son sujetos a la vigilancia y juicio de la sociedad, a la rendición de cuentas por parte de sus pacientes, al escrutinio de los resultados de su profesionalismo, de sus actos y sus acciones en lo público y en lo social. En otras palabras, es de cara a los miembros de la sociedad o de la comunidad donde vive, que el profesional de la medicina se desenvuelve como autoridad sanitaria. De allí, las consideraciones sobre virtud, moral y costumbres que constituyen la ética de la práctica y la vida médica.
La ética biomédica se teje en la delicada relación médico-paciente. Es a la luz de los rápidos avances de la medicina y la tecnología, que la máxima que se atribuye a Hipócrates y a varios otros médicos, “Primero no hacer daño”, “Primum non nocere”, en el latín, se haya convertido en el juramento a la actuación del médico cuando, por primera vez, como estudiante, se viste de blanco y cuelga de su cuello, su estetoscopio. La vigencia de esta forma de juramento se magnifica cuando escrutamos la atención del paciente, la investigación médica, el uso de la tecnología en la clínica diaria, su inmersión en asuntos puntuales, cuya disputa ética no termina, como el aborto, la eutanasia, el acompañamiento, la comprensión y empatía para ayudar a morir y para respetar la última decisión de quien morirá, la muerte con dignidad, la manipulación genética y de la reproducción, la autonomía de la mujer sobre su salud sexual y reproductiva, el xenotrasplante. Sin embargo, el daño al paciente y a la medicina, así como se presenta durante el ejercicio de la medicina, también se presenta durante el abandono de la práctica médica, el abandono de la promesa.
¿Quién hace la confianza pública? La confianza general social la hace “la creencia en la honestidad, la integridad y confiabilidad de otras personas”, como lo ha puntualizado una encuesta de hace ya varios años. La confiabilidad en la práctica clínica del médico no es otra cosa que la consistencia o reproducibilidad de su profesionalismo, de su proceso clínico en la atención del paciente, de su carácter médico. En la atención sanitaria, la confiabilidad la da el funcionamiento sin errores o fallas a lo largo del tiempo, frente a cualesquiera circunstancias se presenten. Esto implica coherencia entre el juramento y la atención, entre el compromiso y el resultado satisfactorio de la atención sanitaria, que permite a los hospitales y centros sanitarios alcanzar niveles de calidad, seguridad y humanidad en la atención médica, y a las poblaciones, en tener confianza en sus servicios.
Para mantener la confianza, dice el bioeticista David B. Resnik, el hombre y mujer de ciencia deben demostrar buen manejo de los recursos, mantener altos estándares éticos y producir resultados. Es necesario el compromiso de las instituciones y del personal de salud para producir cero daños al paciente, mediante una cultura de seguridad que funcione naturalmente y la disponibilidad de recursos y herramientas que permitan la fluidez del compromiso. Es entonces cuando la honestidad y los estándares éticos, de quienes proveen la atención médica, crean o destruyen la confiabilidad, la confianza y satisfacción, en la atención médica.
Hoy más que nunca, han observado filósofos y eticistas, que la conciencia y la objeción de conciencia hacen prominencia en la justificación del ejercicio de la medicina, no solo cuando se enfrentan creencias religiosas u órdenes ejecutivas a los deberes profesionales, como negar o no la atención de la mujer que llega a las puertas de un hospital o una clínica con un aborto en curso y su vida en las puertas de la muerte. No solo en las decisiones diarias del ejercicio de la práctica médica se obscurece hoy su valor moral. Varios asuntos de actualidad y fiereza son cotidianos: negar atención pediátrica a niños de padres que rechazan vacunarlos, desmejorar la atención o hasta negarla a pacientes por su género, su diversidad sexual o su estado de inmigrantes, raza o color, rehusar la atención médica a enfermos detenidos o a terroristas heridos, utilizar la atención de pacientes y a los mismos pacientes, como mercancía de cambio en negociaciones de Estado o gremiales sobre salarios o meramente políticas-ideológicas.
La pregunta es obligada. ¿Argumentar la objeción de conciencia es válido para que el profesional de la medicina rehúse su responsabilidad ética frente al compromiso sagrado de usar lo mejor de sus habilidades y conocimientos para restaurar la salud del enfermo, particularmente cuando ello implica “traicionar su deber, abandonar al paciente enfermo y negligencia médica”?, o ¿cumple a cabalidad el profesional de la medicina con su compromiso de atención personal y hospitalaria al participar de actividades prohibidas por la ley, o cuando arguye que su conciencia le dicta y le da la razón para suspender la atención hospitalaria de pacientes enfermos, para denunciar una injusticia social, económica o, incluso salarial?, o ¿atender las heridas de la persona torturada es hacerse cómplice del torturador, y desatender la enfermedad de quien pierde sus derechos ciudadanos por delitos cometidos es un acto no reprochable? Si aceptamos que la ética médica es autónoma, que no es lo mismo que la ética común, el concepto de conciencia, desde aquella perspectiva no es “lo que me dicta el corazón”, cuando el corazón me dicta lo que me dictan mis creencias, me dicta mi ideología política, o “una voz autoritaria”, o cuando busco aprobación o no condenación por la opción que tome. El carácter médico hace la conciencia y las deliberaciones de conciencia, y el carácter médico lo modela la ética médica, aquella de compromiso primero con el paciente enfermo, “primero no hacer daño”, por encima incluso, de la ética común. Así como hay corrientes en la medicina que consideran que la ética médica se reduce al ámbito de la práctica médica, también hay otras corrientes que consideran que a ella le competen asuntos de justicia social, derechos a la atención de la salud, discriminación, inmigración, gobernanza, soberanía y todo lo que se cuece en las sociedades y no solo en la medicina. Como bien lo dice Rosamond Rhodes, Profesora de Filosofía, Bioética y Educación Médica en Mount Sinai, New York, “Estas cuestiones pueden dejar a los médicos inseguros sobre qué debe hacer un médico confiable e inseguros sobre cuándo y por qué los profesionales médicos deben actuar según los dictados de la conciencia”. Y, puntualiza: “La ética de la medicina debe entenderse como un compromiso con los diferentes deberes de la profesión y el desarrollo del carácter doctoral. Los doctores necesitan ser sensibles a la compleja interrelación de la razón y las emociones humanas. Ellos necesitan comprender y aceptar el alcance de sus deberes distintivos, y necesitan convertirse en personas obligadas a cumplir con sus obligaciones profesionales”. La ética médica es el núcleo y el fundamento del profesionalismo médico y los deberes de los profesionales médicos no se derivan de los preceptos de la ética común, porque la ética médica es autónoma, no es un vástago de aquella, y es autónoma porque no es un reducto de otra ética, dice Bernard Baumrin, en su artículo: ‘La autonomía de la ética médica: ciencia médica vs práctica médica”. La moral común no considera correcto que el médico esté preguntando a la persona que encuentra en la calle, cuánto y qué come, cómo es su vida sexual ni cuál es su orientación sexual, ni acepta que se detenga a decirle a otra persona que ese cigarrillo que se fuma produce cáncer, que la sal en el restaurante no debe ofrecerse, ni que se presente a un negocio de alimentos chatarra y reclame su existencia. Sin embargo, ese cuestionario y esa “docencia”, que para no pocos no es otra cosa que paternalismo, sí se lo permite al médico cuando hace una historia médica de la enfermedad o dicta una conferencia o una lección a sus estudiantes. Eso indica que la ética médica no se deriva de preceptos de la ética común y que contra ella se falta cuando no se tiene clara esta diferencia. Entre otras varias razones, estas diferencias éticas y reflexiones sobre el profesionalismo médico, siempre me recuerdan que la suspensión de labores hospitalarias y clínicas del personal sanitario, no la justifica ningún argumento que pone en riesgo mi compromiso de no hacer daño. Publicado en el diario La Prensa de Panamá, el 9 de mayo de 2025
Pedro Ernesto Vargas