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Entre las calles y el corazón

 

Tengo un recuerdo recurrente, si se me permite la redundancia, de mi infancia en el Interior del país: una mujer despeinada con cabellos largos, desgastados y multicolores -que luego aprendí los teñía no el tinte sino el hambre- levantada de la calle, donde deambulaba desnuda sin hacerle daño a nadie excepto al paisaje y a la vista de algunas personas -no solo beatas sino feas- del pueblo, por 2 hombres jóvenes que podrían ser sus hijos, sus hermanos o sus esposos,  para depositarla, como un saco de papas desnutridas, en la parte posterior de una “chota” policial, a la cual todos temíamos con buena razón, en aquellos y estos años.

La imagen del sufrimiento, del abandono, de la ignominia.  Cual la imagen de Jesús crucificado, Jesucristo. Siempre me he preguntado por qué presentar en el altar al Jesús histórico, a Dios hecho hombre, clavado y muerto en cruz, la más ignominiosa de las muertes; y no en el esplendor de su caridad y de amor al prójimo, conocido o desconocido.  Habrá quien me conteste que la mayor lección de amor suya fue morir por la redención de la humanidad.  Pero cuando veo la cruz de madera y los clavos a través de las manos y los pies -“sin romper un solo hueso”- y una mancha de sangre sin pulso en su costado, veo aquello que es sufrimiento, abandono e ignominia. No hay necesidad de verlas en cada altar de cada iglesia católica todavía hoy, cuando las vemos cada día en las calles abarrotadas de ciegos y sordos, o bocones y encopetados transeúntes; o en las aceras dormidos por la fuerza del hambre, contra las vitrinas y paredes frías de tiendas y casas cerradas para no abrirse, y encontrarlos o encontrarnos con la desnudez -que sí hace daño- de la pobreza.

¿Cuántas veces cada día, cuando veo un ser humano indigente en la calle, con harapos como vestimentas, rotas y grandes o muy ajustadas y cortas, dejo de pensar en su sufrimiento, el hambre que lo llena de todo y de nada, y su abandono, mientras me secuestra maliciosamente la duda de la certeza de su estado?

La calle es una vitrina de pobres ropas desaliñadas, que se mecen con cansancio de un lado para otro o se abandonan bajo un semáforo en rojo, raídas, pantalones sin correas o una soga de henequén para tal uso, camisas sin botones o mal abotonadas, con sus cuellos sucios y ajados, cuando existen, sin bolsillos o desbandados, los zapatos rotos para que quepan los pies, sucios, cuarteados o enlodados, sin cordones ni tacones, aplastados los talones, no por comodidad sino necesidad no satisfecha, como esas que rasan democráticamente en las sociedades fallidas: el alimento, la medicina, el techo y la familia.

La indigencia no es una elección es un resultado de la pobreza que, a su vez, lo es de la inequidad, de la injusticia, de la enfermedad social que cultiva el desprecio por el Otro. El indigente carece de lo necesario para vivir con dignidad de persona humana. De esa carencia hay más responsables que el indigente mismo, pero como nos disgusta aceptarlo, proyectamos todas nuestras falencias humanistas hacia ellos.  Pero hay otro indigente que no conocemos y que sufre a pesar de ser un enfermo silencioso.  Aquel cuya enfermedad mental lo lleva a este estado de no tener siquiera una familia, ya sea por vergüenza propia o de ella; que no goza siquiera del derecho fundamental a recibir oportuna atención de la enfermedad, porque vive bajo la tutela irresponsable -que no es tutela- de un Estado roto por la corrupción.  Ese enfermo por estupefacientes, por la droga que lo alucina y lo atrapa, que no le permite encontrar la calle de regreso, sino que la calle es quien lo encuentra, lo recibe, lo alberga y en la calle, la cárcel y el cementerio lo esperan, ese enfermo, repito, pulula entre adjetivos horrorosos y degradantes.

¿Cuánto conocemos de estos indigentes en nuestras ciudades?  ¿Cuánto conoce el Estado de ellos o cuánto desconoce?  ¿Cuánto se oculta de todo esto?  Es muy fácil llamarlo, p.ej, “piedrero” y desatender el problema de la enfermedad por uso de substancias o resolverlo con el encarcelamiento canalla, descuidado, sin atención médica ni educación, o peor e indignante, haciendo negocios con las drogas, sembrando más de ellas, calculando ganancias e impuestos con sus cosechas y sus ventas.

¿Cuánto de estas personas desnudas de ropas y a quienes también les hemos desvestido de su dignidad, optarán por morir de suicidio? ¿Cuántas mejorarían si fueran atendidas inmediatamente por personal de salud idóneo y suficiente, en instituciones cabales con estructuras y recursos humanos probadamente necesarios?  ¿Cuántos toleramos en nuestras calles, incluso con los brazos ocupados por un niño lactante pegado a unos pechos raídos como su ropa, desnutridos como su esperanza, secos como nuestros corazones, o, con cicatrices de la adicción?

Que la oración y el dolor de esta Semana Santa, nos recuerde que “la cruz de Jesús -como ha dicho Hans Kung- fue ante todo y sobre todo un hecho histórico brutal”, que permitimos se repita cada día entre nosotros, los soldados romanos del cada día.

Publicado por el diario La Prensa, de Panamá, el 15 de abril de 2022

 

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