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En un reciente programa de televisión estuvimos varios reunidos para opinar sobre los diversos aspectos de la legalización y de la despenalización de las drogas. Mi postura, que la he mantenido de siempre, es que no se puede legalizar un delito, cual es la industria de estupefacientes: su producción y su tráfico. Y, por el otro lado, las cárceles no son el tratamiento de una enfermedad crónica, como lo es cualquier forma de adicción, y el consumidor no es un delincuente, es un enfermo.  Un asunto entre el negocio y el consumo que requiere no solo una visión humanista sino higiénica.

 

Como médico no puedo favorecer el consumo de drogas estupefacientes y, mucho menos, entre los más vulnerables para daño irreversible de las estructuras neuronales del cerebro -que afectan su desempeño cognitivo- como son un bebé durante su vida y estancia intrauterinas, los adolescentes y los jóvenes. Daño que solo se notará años más tarde y, por lo cual, los adolescentes se sienten que la marihuana no es nociva. Y no hablo solamente de cocaína, heroína o éxtasis, hablo particularmente alto, sobre el alcohol y la marihuana, conocidas como drogas blandas, adjetivo así reconocido pero desafortunado. Mientras el alcohol desinhibe, la marihuana produce apatía. Sospeche el consumo cuando su hijo deja los deportes, deja las actividades escolares, su rendimiento cae, se aísla. No hay drogas blandas cuando todas son dañinas a la función, cuando esclavizan a sus enfermos, cuando les hacen añicos su futuro, su bienestar y su felicidad, y cuando matan. Solo el año pasado, 2016, la ola de opiáceos mató en los Estados Unidos a más personas que toda la guerra de Vietnam. El argumento que utiliza las muertes que ocasionan los narcotraficantes entre ellos, para favorecer la legalización de las drogas, nunca cuenta las muertes que el uso de las drogas produce sin hacer un solo disparo.  La creencia de que la marihuana es una droga blanda debe ser corregida.  Ella, junto al alcohol, no es solamente adictiva sino que también mata la iniciativa mientras permite explorar otros consumos, precisamente para compensar el desánimo y la apatía.  El alcohol, por otro lado, decapita el lóbulo frontal, ese juez de nuestras decisiones y actos.

 

Por eso, considero que aún la legalización de la droga no cumple ningún cometido sensato. La legalización le abre las puertas a muchachos y muchachas más jóvenes, la edad de inicio es menor en los países donde se ha legalizado, el narcotraficante diversifica su delito con una industria que experimenta y disemina nuevos estupefacientes artificiales. La legalización, si persigue disminuir los asesinatos, los pases de factura, el control del Estado lo que empeora es lo más serio y más dañino: la destrucción de la juventud, de ese extracto social que solemos considerar la promesa y el futuro de cada país.

 

El trasiego de drogas es un delito de salud pública y todo delito debe ser perseguido y castigado. El tráfico, como tal, no es solo tráfico cuando nace de manos de delincuentes, sino también cuando se disfraza de legal. La legalización de la droga es legalizar el delito, es legalizar el daño a otros como también es legalizar el enriquecimiento ilícito.  Y nadie ha dicho que la lucha contra las drogas -“la guerra”, como se le ha llamado y que constituye punto de partida de quienes no están de acuerdo con el enfrentamiento militar a los traficantes- sea fácil. Como ha dicho alguien muy acertadamente, si ni siquiera se puede combatir la compra y venta de drogas en las cárceles custodiadas por estamentos policiales, cómo puede hacerse en todo un país, en toda una región. Es difícil pero la persecución –inclusive militar- del narcotraficante es otro de los componentes de una lucha integral y transnacional.

 

Conocemos de las ingentes fortunas que se han hecho con la industria de las drogas ilícitas, ilícitas por ser estupefacientes que enferman y destruyen a las personas que las consumen; y que lo único que lo detiene es la legalización porque con ello, ya tales fortunas no se harían porque la oferta sería de fácil acceso. Pero hay dos aristas que no podemos negar: una, el problema es de salud pública y las drogas no detienen su marcha destructiva sobre el desarrollo del cerebro humano, sobre el crecimiento y maduración del feto en el útero materno, sobre la tranquilidad y la unidad de la familia, no acaban el sufrimiento, las pérdidas y la muerte por el solo hecho de que no se diseminan en la sociedad de manos de delincuentes o de forma ilegal. Y, dos, comercializarlas a manos de autorizados -nuevos y legales- empresarios, que también se harán ricos, mantendrá la vigencia destructora de ellas, porque el consumo, efectivamente, se facilitará. Más tempranamente se empezarán a consumir y, más jóvenes y adultos se recrearán con ellas.

 

No creo cierto que la legalización disminuirá la violencia porque la violencia la engendra el delincuente. El delincuente, y el narcotraficante es uno de ellos, tiene una capacidad infinita de diversificar, no solo los métodos sino también los campos donde explorar para hacer riquezas, no importa si hace daños. Cierto es que la violencia los narcotraficantes produce muertes de inocentes, pero ellas no constituyen la mayoría de esas muertes.  Pendientes de esas cifras que se publican de todas formas y colores en la prensa amarillista, nos olvidamos de otras muertes. Las de decenas y decenas de miles de consumidores que mueren por consumos excesivos, o por falta de atención médica pronta y experta por la intoxicación aguda, o podridos en las cárceles donde se les abandona en su enfermedad y a su suerte -por ignorancia o por maldad- o como resultado del daño a múltiples sistemas, o por malas decisiones.  Tampoco cuentan quienes favorecen la legalización, que es favorecer a largo plazo su uso y abuso,  la destrucción de las familias y los altos costos a la sociedad. Estas muertes no se publican. Muchas se esconden bajo otros nombres o diagnósticos, otras sencillamente provienen de hombres y mujeres invisibles para una sociedad que se debate entre otras formas de adicción más aceptables a la sociedad, como la del consumo del alcohol, los juegos de azar, la pederastia o las prostitutas.

 

 

 

 

Hoy, menos del 10% de los adictos recibe alguna forma de tratamiento. En las cárceles ni siquiera hay un detenido por asuntos de drogas que reciba tratamiento médico por su adicción. Si estoy a favor de la despenalización es solo de aquella que no solo no considera el consumo y la adicción como delitos, sino a quien consume como enfermo y a la adicción como una enfermedad crónica, que requiere atención, manejo y tratamiento crónicos. De aquella despenalización que consigo trae el acceso fácil y pronto a tratamientos de la adicción. La única explicación a la disminución de muerte por intoxicación por drogas en sociedades donde se ha despenalizado su consumo es que a partir de entones, se facilitó la atención temprana y apropiada que, quien consume, encuentra de forma gratuita cerca de donde vive, sin récords de identificación y sin tareas que cumplir y con muy bajo riesgo de morir. Ojalá hubiera un centro de tratamiento de adicciones en cada centro de salud en áreas urbanas y rurales de nuestro país, o en cada barrio o cada ciudad o cabecera de provincia donde hemos de encontrar enfermos de la adicción que hoy soy invisibles por el estigma social que impera.   Los dineros incautados al narcotráfico que se utilicen exclusivamente para esto y para la educación escolar sobre el animal bicéfalo: el delito y la enfermedad, el delincuente y el enfermo.   21/07/2017

 

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