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Las crisis humanitarias agudas son como los rápidos avances de la tecnología, llegan antes que las necesarias discusiones éticas.  Si a esto se suma la pobreza crónica de los servicios de salud de un país, la ausencia de directrices basadas en la evidencia científica y la corrupción, las dificultades para mitigar los efectos de una pandemia como la de COVID-19 no son difíciles de imaginar como no es difícil de entender la desconfianza de la población en las autoridades de salud.

 

La respuesta inicial a la crisis humanitaria global producida por las enfermedades infecto-contagiosas es atender simultáneamente la provisión de alimentos, de agua y de vivienda, mientras se avanza en la consecución de vacunas efectivas y seguras[1].  Esto último tiene que hacer otras consideraciones puntuales: el impacto en diferentes estadios de la infección (las estructuras hospitalarias y sus recursos humanos, la vulnerabilidad financiera de los comercios y las industrias, el tejido social secuestrado por la pobreza y la delincuencia), el riesgo relativo de las vacunas (usualmente muy bajo), la utilización errática de las redes, para divulgar teorías conspiratorias o campañas anti-vacunas, y la emergencia de la anécdota o la falsedad, contra la ciencia.

 

Si vivimos en comunidad, nos debemos a los comunes, al Otro.  Si vivimos en sociedad, nos debemos a las relaciones, a la solidaridad, como seres gregarios.  No existe ningún derecho constitucional para que cada persona esté libre de toda forma de ajuste o restricción, si vive en comunidad o si vive en sociedad.  Todo ciudadano, de vivir como tal, debe estar sujeto a alguna forma razonable de restricción, ya sean leyes o regulaciones, para asegurar el crecimiento, el desarrollo y la convivencia de todos, vivir con otros, para el bien común, para el bienestar público.  Por el otro lado, la salud pública no se puede preservar si no se preserva el respeto a la libertad personal.  El punto de encuentro es el razonamiento sensato sobre cómo queremos vivir en sociedad, cómo responder a la salud y a la enfermedad mientras observamos los derechos humanos.

 

La rápida e inesperada contagiosidad de enfermedades infecciosas y plagas, han cerrado las ciudades, los comercios, las iglesias, las escuelas, algunos servicios de los hospitales, y el estado parlamentario.  Nadie niega el peligro de estas medidas, como no debe negarse el peligro de no recurrir a ellas. No es nada fácil, solo en los criterios de rígidos conceptos extemporáneos, o banderas ideológicas, que, además, son eficaces para crear más incertidumbre y ansiedad.

 

De este principio se desprende que, una y otra vez, el estado prioriza la protección de la salud pública, sobre la protección a otros derechos, y esto no significa ignorarlos, todo lo contrario, conocerlos y respetarlos.  Está claro entonces, que tanto las políticas de salud como la jurisprudencia constitucional deben evolucionar hacia una mejor protección de la salud como de los derechos humanos.

 

En esta disyuntiva actual, no son ni siquiera las diferencias en la priorización de derechos y de protección las que catapultan discursos ofensivos e imprecisos, sino la muerte de la verdad, la divulgación de teorías conspirativas, las campañas anti vacunas y anti vacunación.  Así como habrá miles de personas que no se vacunen por temores infundados, habrá miles de personas que sí se vacunen.  ¿Por qué algunas se vacunan y otras no se vacunan?   La raíz de estas posturas está en la información que se recibe.  Allí se asienta el valor ético de la información.

 

[1] Moodley K, Hardie K, Selgelid MJ, Waldman RJ, Strebel P, Rees H, and Durrheim DN: Ethical Considerations for Vaccination Programs in acute Humanitaria Emergencies. En: Vaccination Ethics and Policy: an introduction with readings. Ed: Jason L. Schwartz and Arthur L. Caplan.2017 Massachusetts Institute of Technology.

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