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Toda actividad para la salud de los niños o con los niños debe, ante todo, promover y honrar respeto por la equidad. Equidad, diversidad e inclusión deben ser naturales a la práctica del cuidado de los niños y, por ende, al carácter docente de esta práctica del pediatra, que implica educar a los padres y a quienes cuidan de esos niños.

Por ello, todos aquellos factores sociales, del comportamiento y del ambiente que afectan la salud, el desarrollo y los logros de los niños, deben ser traídos a la discusión en las visitas médicas, en los auditorios académicos y en las discusiones nacionales, por los pediatras. Nadie ha dicho que es una labor fácil, pero es una labor necesaria porque el valor y las enseñanzas de los hallazgos científicos tienen que permear a la sociedad entera, pero puntualmente a los padres. Uno de ellos, el desarrollo e integridad de la salud mental.

En suicidología, si se me permite el término, sigue siendo motivo de interés conocer cómo y porqué, factores de riesgo para optar por morir por suicidio, pueden haberse generado tan lejos como durante la infancia. La acumulación de pacientes que mueren por suicidio se ha observado en parte con enfermedad mental y con variaciones genéticas, sin embargo, a los eventos adversos de la infancia (EAI) -entendidos como los que ocurren antes de los 18 años de edad- se les reconoce una nocividad significativa en la vulnerabilidad por el comportamiento suicida, puntualmente si se expresan, aquellos EAI, de forma crónica o extrema. La influencia de estos eventos se manifiesta en el desarrollo de la estructura neuronal, de comportamiento y psicológica. Es durante esos primeros años que se dan una serie de cambios en el ordenamiento de neuronas y su relación entre ellas, que modelan y remodelan el cerebro del niño.

Entre estos EAI, el abuso y maltrato físico, la pérdida de alguno o ambos de los progenitores, la negligencia y la restricción alimentaria y de salud, la dependencia al alcohol de los padres, la violencia familiar del más fuerte contra el más débil, la pobreza y, particularmente, el abuso sexual durante la niñez, se han señalado con énfasis entre los de mayores consecuencias negativas y duraderas, en el comportamiento y la salud física y mental de los jóvenes adolescentes y adultos.

El maltrato infantil, durante las más tempranas edades del desarrollo, está asociado a resultados negativos contra la salud mental y la génesis de patología psiquiátrica. La severidad de estas condiciones se reconoce con la aparición temprana de la enfermedad, la pobre respuesta individual al tratamiento y la presencia de serias comorbilidades. La cronicidad no hace otra cosa que continuar la remodelación cerebral que da asiento a cambios psicológicos y de comportamiento.

La asociación de la muerte por suicidio y los EAI está entre 10% a 40%, es decir, no todos los expuestos a eventos adversos durante la infancia optarán por morir por suicidio, pero cuando ha existido abuso sexual, la ocurrencia de esta opción es 20 veces superior a la ocurrencia en la población general. Cuando el abuso es perpetrado por un miembro inmediato de la familia, el riesgo de optar por morir por suicidio es mayor que cuando ha sido perpetrado por un miembro lejano de la familia o por un extraño. Esto sugiere que es el trauma psicológico sufrido con el maltrato lo que condiciona el riesgo de morir por suicidio, años más tarde. Un 80% de estos niños o jóvenes que estuvieron expuestos al maltrato físico y abusivo sexual optan por la muerte por suicidio 20-25 años más tarde.

Resulta sumamente interesante pero lógico, que las bases neurobiológicas que condicionan los efectos tardíos de los eventos de estrés tempranos y persistentes o crónicos, durante la infancia, están localizadas en los circuitos dopaminérgicos y, de allí, la contribución de las estructuras y circuitos nerviosos centrales de la corteza prefrontal, el hipotálamo y la amígdala. El progreso en elucidar los mecanismos íntimos ofrecería una herramienta para un manejo puntual que revierta estos efectos. Sin embargo, esta espera no debe condicionar una demora para el reconocimiento de todos estos otros comportamientos humanos que, laboriosamente o de forma abrupta, irrumpen en el normal desarrollo neurobiológico del niño.

El maltrato físico y verbal no corrige, pero daña. La educación y la formación de hombres y mujeres sanos exige que superemos actos que, por haber sido nosotros víctimas de ellos, los hemos adoptado y convertido en norma pedagógica: “la letra con sangre entra”.

 

Publicado por el diario La Prensa, de Panamá, el 20 de mayo de 2022

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