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En la carrera de Medicina, el estudiante se encuentra con su primer paciente y, con él o ella, establece su primera relación, en el laboratorio de anatomía. Este primer paciente es también su primer maestro. El “maestro silencioso”, como se le presenta a los estudiantes de la Escuela de Medicina de la Universidad de Tzu Chi, en Hualien, Taiwan, es un cadáver humano. Sin embargo, corre el riesgo de no ser considerado humano y de solo atribuírsele un rol instrumental.

Hoy, cuando el laboratorio de anatomía, se comienza a convertir, no en aquel lugar prequirúrgico de cuerpos sin identidad, con rostros deformados y cuerpos desnudos, sino en un moderno teatro de modelos e imágenes, que pueden rotarse a diferentes ángulos, desmembrarse de diferentes formas y antojos, volverlas a sus estados originales y tantas otras cosas que solo la tecnología computacional y los laboratorios simulados, pueden hacer posibles, es tiempo para hacernos serias reflexiones.

Debo reconocer que me llama a estas reflexiones un reciente editorial de la revista Academic Medicine , que a su vez nace de los comentarios a su portada artística de julio del 2009, que acompañara una importantísima experiencia narrativa, de la entonces estudiante de 1er. año del Colegio de Medicina de la Universidad de Drexel, en Philadelphia, Pennsylvania, Michelle Paff ; y mi todavía viva memoria sobre mis clases de anatomía, como estudiante de Medicina.

Este primer encuentro, con ese primer paciente y maestro, se hace y se ha hecho de diferentes formas por razones etno culturales particulares que, por ello, no dejan de imprimir una huella imborrable en la forma cómo, luego, establecemos y le damos continuidad a nuestra relación médico:paciente. Me atrevo a sugerir que, en el mundo occidental, quizás la más negativa de las huellas, la deshumanización de esa relación. Desafortunadamente, este curso deshumanizante, no lo excluye per se la enseñanza moderna y tecnológica de la anatomía, ésta sin cadáveres reales.

Frente al cadáver desnudo de un desconocido, rígido y acartonado, sin gracia en su rostro, ni en sus labios o su mirada, con el penetrante olor del formol que lo conserva y nos hace lagrimar, más de una pesada broma, más de un gesto de desprecio, más de una violación a su memoria y a esa dignidad, que creemos se desvanece con la muerte, se ha hecho. En ese marco, se va labrando una equívoca percepción del respeto hacia el otro, de la conmiseración por el dolor, de la empatía por el enfermo.

Por el otro lado, frente a la imagen que crea la tecnología, se divorcia al estudiante de una palpable realidad de carne y hueso, para convertirlo en un perfecto identificador de nervios o arterias o venas, en un imbatible conocedor de órganos y tejidos, frente a una pantalla o moldes de plástico, de caucho o de arcilla, que nunca tuvieron ni tendrán vida. La materialización llevada al extremo en la creencia de que pueden y deben separarse, tanto en la enseñanza como en la práctica médicas, la idea, del sensorio; el pensamiento, de la emoción. Nada distante ni ajena a aquella disociación ideo afectiva que nos inculca, equívocamente, la práctica clínica.

Ambos métodos, sin un cambio en los modelos de enseñanza y un énfasis en las asignaturas humanistas, que deben correr paralelas a las eminentemente científicas y cuantificables, desembocan en la creación de un estudiante y un profesional desconocedor de ese aliento que hace individuos y señala prioridades en las vidas de las personas.

Como nos los descubre Steven L. Kanter, en Tzu Chi, el estudiante de Medicina conoce la identidad del cadáver que será sujeto de su disección, del que ha de aprender anatomía. Pero además, conoce a su familia, quien le ayuda a aprender quién fue esa persona que hoy yace preparada en un anfiteatro académico, qué hacía, que le ilusionaba, qué logros y qué fracasos le acompañaron, cómo se veía en pleno goce de la vida. Y, como si fuera poco, al final del curso de anatomía, ese estudiante se reúne con la familia del cadáver para acompañarlos en sus ritos funerales.

Definitivamente que cada cultura y cada región tiene sus costumbres y sus prioridades, sus creencias y sus necesidades. Está en nosotros respetarlas y, cuando es el caso, observarlas. Esa es una lección de humanidad, que no puede soslayarse en el denso programa de estudios de una Escuela de Medicina.

[1] Kanter S: A Silent Mentor. Acad Med. 2010;85:389.
[2] Paff M: Artist’s statement: My cadaver. Acad Med. 2009;84:829.

 

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