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La relación médico paciente es una relación fiduciaria, es decir, basada en la confianza. Es, además, una relación que no se establece con la firma de documentos, sino que le es innata a la consulta del paciente, desde la primera vez. Y, es una relación que se fortalece en valores éticos, como lo son la autonomía y la justicia, la beneficencia y la no maledicencia. Al menos, en el hemisferio occidental.

En esa relación también se dan dos elementos que, aunque se consideren indivisibles entre ellos, en la provisión médica de calidad, son, incluso, divergentes. Uno, la medicina curativa centrada en la familia, que es un concepto biopsicosocial: la unidad social -la familia- es el centro y motivo de la intervención médica individual. Es una concepción holística del manejo médico. El otro elemento es la medicina basada en la evidencia (MBE), donde el manejo médico o el arte de la medicina, se basa en la ciencia, en los hallazgos probados y duplicados de la investigación médica. La MBE promueve basar el manejo médico en conductas ordenadas por lo que científicamente se ha probado útil, y, evitar así, prácticas anecdóticas o tratamientos innovadores , de eficacia no establecida. Sin embargo, la evaluación de probabilidades y riesgos en biomedicina no es inmutable, todo lo contrario, y cambia a medida que se van obteniendo más datos; realidad que no se debe soslayar en la relación médico paciente.

Hoy día, y magnificado por las pobres intenciones de grupos sociales y religiosos intransigentes, se desestiman dos aspectos de esa relación, que afectan particularmente a los pediatras: (1) la confidencialidad de los pacientes, no importa su edad; y (2), ¿a quién se le debe lealtad prioritariamente, al paciente o a sus padres? En estas discusiones, como en las piscinas sin fin, no importa cuánto sea el esfuerzo de los brazos y las piernas para avanzar, el cuerpo no lo hace.   La propuesta es quemar energías en un pequeño espacio. Esto es lo que ocurre puntualmente cuando se discute sobre la obligación del Estado en promover y asegurar una enseñanza integral de la sexualidad entre los niños y los jóvenes, que propende a mejorar resultados higiénicos públicos y la salud de estos segmentos de la sociedad.

No son extrañas ni escasas las situaciones donde se encuentran y desencuentran el principio de autonomía del paciente y el de beneficencia del médico. Y esto lleva a la confrontación de tres paradigmas: el paradigma de la medicina centrada en el paciente, el paradigma de la medicina centrada en la enfermedad, y, el paradigma de la medicina centrada en el galeno[1].  Es necesario que entendamos que la postura médica, la medicina centrada en el galeno, tiene que alimentarse de argumentos probados y claramente expuestos. Pero para cumplir con los otros 2 paradigmas, el médico se debe a si mismo, no solo prudencia sino humildad; y, reconocer no solo el derecho del paciente o sus padres –la autonomía del paciente o la autoridad concedida a los padres- para escoger su terapia, sino también la corrección o asertividad cuando optan o prefieren otra forma de manejo, aún cuando nos parezca, y en efecto sea, una postura que contraviene la nuestra.

El “cuidado centrado en el paciente” se enfrenta y confronta paradigmas contrarios en el encuentro clínico cotidiano: “la medicina centrada en la enfermedad” y “la medicina centrada en el médico”. Mientras el cuidado centrado en la enfermedad considera los aspectos biológicos de ella y sus complicaciones, el cuidado centrado en el médico no permite un equívoco o una dirección que ponga a riesgo la vida del paciente. Conocida la incertidumbre alrededor de las ciencias biomédicas y el hecho de que muchas de nuestras conductas obedecen a probabilidades y riesgos de poblaciones sin nombre ni apellido, cuando estamos ante una persona determinada, debemos centrar nuestro cuidado alrededor del paciente. Entonces se debe priorizar la preferencia personal de la familia frente a los riesgos y beneficios de la enfermedad y del tratamiento.

Este modelo de atención y asistencia donde la experiencia del paciente se valida en la decisión clínica sobre qué hacer, cómo hacer, cuándo hacer, no tiene aún arraigue en la comunidad médica porque no es fácil que nosotros los médicos dejemos de enfatizar nuestras decisiones sobre los derechos de la familia, porque el paternalismo médico está muy amarrado al erróneo concepto de que no nos equivocamos a pesar de aceptar la variabilidad de las probabilidades y la no certeza de los pronósticos.  Esta situación es más dramática cuando el pediatra se responsabiliza de tomar las mejores decisiones por su paciente que no puede ni sabe tomar “las mejores decisiones”. A menudo desdeñamos la individualidad del paciente y las preferencias de la unidad familiar en aras de “curar”. Y en aras de curar, obstruimos el camino al “sanar”.

El evento más dramático de esta realidad es el concerniente a la vacunación y a sus esquemas. El argumento científico debe presentarse con verticalidad, pero la decisión de los padres debe respetarse aún en la adversidad. Y nuestra humildad es tan anémica que consideramos que nuestra forma occidental de hacer y practicar la medicina no tiene parangón en la historia de la Medicina, por tanto, alejarse de sus establecidas conductas es alejarse del arte y la ciencia de la Medicina. Pues eso no es así. El privilegio que la medicina occidental concede al galeno no es un documento para dejar de escuchar al paciente y a sus familias.

El otro aspecto concierne a la autonomía que también es un valor para el médico o para el personal higiénico responsable del cuidado y asistencia del paciente. Esa autonomía tiene que respetarse de la misma forma que exigimos el respeto a la autonomía del paciente. En ocasiones el valor de la autonomía es una expectativa del paciente mientras que el valor de la beneficencia es la expectativa del médico. En situaciones explícitas, ambas partes deben conocer sus posturas y conocerse. Es entonces obligante que establecida aquel contrato del que hablamos al inicio de este escrito, ambas partes conozcan sus creencias y conductas en asuntos que a ambos conciernen.

Y aquí aparece en el escenario un asunto que no puede despreciarse: las llamadas aspiraciones paradigmáticas del cuidado de la salud. Ellas deben respetarse, no importa mis creencias o mis formas de vida. El respeto va desde la aceptación de las del paciente hasta mi retiro a tiempo del manejo del paciente. Si esto segundo ocurre, no hay espacio para el abandono del paciente sino para el relevo de responsabilidad médica. Un caso puntual es aquel concerniente a las creencias religiosas o a las posturas agnósticas y ateas, tanto del paciente como del instrumento del cuidado, ya sea médico, laboratorista, farmaceuta, enfermera, etc.

La relación médico paciente se edifica sobre un compromiso, y, como todo compromiso, exige concesiones de ambas partes o de todas las partes. Ambos, padres y pediatras, se comprometen a dar lo mejor de cada uno por el bienestar del niño. En ese propósito, las medidas propuestas para el manejo de la enfermedad o para su prevención, no siempre coinciden, ni siquiera por el solo hecho de que ambas partes, padres y pediatras, se proponen el mejor interés del niño. Debemos sacrificar algunos de nuestros criterios clínicos en aras de fortalecer la familia alrededor de sus enfermos mientras podamos lograr un balance adecuado de riesgos y beneficios.

[1] Caruso Brown AE: Family-Centered Care and Evidence-Based Medicine in Conflict: Lessons for Pediatricians. Hosp Pediatr 2015;5(1):52-54. www.hospitalpediatrics.org doi:10.1542/hpeds.2014-0082