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Las máscaras faciales o mascarillas para cubrir las puertas de entrada a las vías respiratorias superiores y protegerlas de la invasión de agentes infecciosos o tóxicos no es nada nuevo. Se usaron en 1918, con la pandemia de “la influenza española”; entre los años 1920-1921, por la segunda epidemia manchuriana de la plaga; en 1924, por la epidemia de la plaga en Los Ángeles, California; entre los años 1930 y 1940, para proteger a los trabajadores de la salud contra la tuberculosis; y, en Asia, para protegerse de la contaminación ambiental por substancias tóxicas.

 

Las máscaras son domésticas o son profesionales y su eficacia depende de su manufactura, de cómo se usan, para qué se usan, y, por qué se usan.   Suelen utilizarse para la propia protección y para la protección de otros cercanos a quien las usa.  A algunos no le molestan y a otros le molestan más que el olor a cigarrillo quemado en el círculo donde socializan.  Incluso, les molestan tanto como usar condón durante el coito con desconocidos y a pesar de las cifras y mortalidad conocidas del síndrome de inmunodeficiencia adquirida.

 

El desconocimiento sobre el nuevo coronavirus –que luego se rebautizó SARS-CoV-2- en los inicios de los casos de neumonías descritos en el Asia en diciembre de 2019, llevó a sugerir -desde los organismos internacionales- la no necesidad de usar máscaras faciales para la protección contra la infección.  Se consideraba entonces una infección de baja prevalencia y consignada a la ciudad de Wuham, en China. Luego, reconocida su rápida diseminación allende las fronteras asiáticas, se hizo la recomendación de su uso universal.

 

Esto no solo disparó el celo de los libertarios y de los constitucionalistas, sino que nubló la concepción de los derechos humanos sobre la salud, y, tanto como peor, los principios y práctica de la epidemiología en salud pública.  La encarnizada batalla la libraron como fieras feroces desde los estrados de todas las profesiones.  Se ignoró o dejó de considerar la total ignorancia sobre el comportamiento del virus, la altísima contagiosidad del SARS-CoV-2, la incapacidad de trazabilidad de los infectados, la ausencia total de medicamentos específicos para la infección, la orfandad de vacunas, la pila de muertes en hospitales, portales de las casas y calles agravada por el cansancio de médicos y enfermeras, que también sucumbían al mal.

 

La economía salvaje apareció con todas sus garras y los verdaderos intereses de la política electorera se fueron imponiendo, como la cultura de libertades obscenas frente a la salud pública. La discusión seguirá y no motiva ni que escriba ni deje de escribir sobre el uso de mascarillas para la prevención del COVID-19 y su mitigación, como lo son el lavado de las manos, el evitar conglomerados, el guardar distancia física y mejorar la ventilación de los espacios cerrados.  Sí hay que exprimir al máximo el concepto para sacarle el jugo que tenga: las máscara faciales mitigan con eficacia la diseminación de la infección aunque sean ineficaces para detener la maligna divulgación de falsas afirmaciones y de teorías de conspiración.

 

El video de alta velocidad ha permitido descubrir cómo la máscara facial bloquea la diseminación de secreciones naso-bucales con partículas de 20-500 micras[1], que ocurre con el estornudo o con el habla en alta voz; cómo se bloquea la diseminación de partículas virales del flu, de la misma forma[2].  El número de casos de COVID-19 se demostró cómo disminuyó mientras era mandataria el uso de máscara facial en el distrito de Columbia, en los Estados Unidos.[3]  Igualmente, lo demostró un estudio entre 198 países [4]que reveló que en aquellos con normas culturales y políticas de gobierno, que favorecen el uso de máscara facial, la rata de mortalidad por COVID-19 disminuyó.

 

El efecto protector a otros se señaló bien al principio con la referencia de situaciones donde el individuo infectado, que resultara enfermo luego, no infectó a ninguno de los 25 personas que viajaron cercano a él en un avión de pasajeros[5]y el de dos peluqueros enfermos con COVID-19, que estuvieron en contacto muy cercado con 140 clientes y no infectaron a ninguno.[6]

 

En una entrevista con George Rutherford, MD, epidemiólogo y Peter Chin-Hong, infectólogo, ambos de la Universidad de California en San Francisco[7], al preguntarles cuántas personas se necesitaría que usaran la máscara facial para reducir la transmisión comunitaria del SARS-CoV-2, respondieron que lo ideal es que el 100% de las personas las usaran pero se requeriría que al menos un  80% la usaran para reducir la transmisión comunitaria de forma efectiva.

 

Para Chin-Hong, usar la máscara, lavarse las manos y guardar distanciamiento físico  son todas importantes, pero el uso de la máscara es el más importante.

[1]Anfinrud P, Stadnytskyi, Bax CE & Bax A: Visualizing Speech-Generated Oral Fluid Droplets with Laser Light Scattering (Letter). NEJM 2020 382:2061-2063

[2]Leung NHL, Chu DKW, Shiu EYC et al: Respiratory virus shedding in exhaled breath and efficacy of face masks. Nature Medicine 2020; 26:676-680

[3]Lyu W & Wehby GL: Community Use Of Face Masks And COVID-19: Evidence From A Natural Experiment Of State Mandates In The US. Health Affairs 2020; 39(8). https//doi.org/10.1377/hlthaff.2020.00818

[4]Leffler C, Ing E & Lykins J: Association of country-wide coronavirus mortality with demographics, testing, lockdowns, and public wearing of masks (Updated June 15, 2020

[5]Schwartz KL, Murti M, Finkelstein M et al: Lack of COVID-19 transmission on an international flight. CMAJ 2020; 192(15): E410

[6]Todd Frnakel-The Washington Post: The outbreak that didn’t happen: Masks credited with preventing coronavirus spread inside Missouri hair salon.  Jume 17, 2020

[7]Nina Bai: Still Confused About Masks?  Here’s the Science Behind How Face Masks Prevent Coronavirus.. UCSF July 11, 2020

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