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Matrimonio o casamiento No somos los únicos electores que votamos “en contra de”. Tampoco somos los únicos electores que votan con desprecio, odios y resentimientos, ni somos los únicos que votamos con miopía, ignorancia, desmemorias, miedos o amenazas. Los que saben de sociología -la ciencia del comportamiento humano- conocen que votamos por sentimientos, más que por conocimientos. A las mayorías electorales no interesa la corrupción y el asalto al erario sin castigo; les importa tener pan en el desayuno, agua en los grifos, una estufa y hasta leña seca para el fogón, techo para guarecer, sentirse seguros contra la violencia, tener cerca centros de salud y medicinas. A otros, tener y poner plata en el bolsillo, aunque sea robada.

Larry Laudan, controversial filósofo e historiador norteamericano de la ciencia, dijo un día, en 1990: “El desplazamiento de la idea que los hechos y la evidencia importan, por la idea que todo se reduce a los intereses subjetivos y las perspectivas, es -solamente después de las campañas políticas (norteamericanas)- la manifestación más prominente y perniciosa del anti intelectualismo de hoy día”.

En nuestros países, la intelectualidad fracasa frente al populismo, incluso ante la ineptitud para gobernar. Por ello, a los dirigentes políticos no les importa la pobre oferta que presentan al electorado, cuando lo que prima para ellos son sus propios intereses y protegerlos. Una oferta cuyos desempeños adolecen de preocupaciones éticas por el otro y por sus propias actuaciones. Una oferta que cuando no intrusiva, maneja el Estado como una finca privada. Por ello hemos visto presidentes y ministros de Estado condenados de diferentes delitos en el continente –elocuente prueba de sus crímenes para alcanzar sus intereses-, magistrados defenestrados por las balas o las jubilaciones tempranas, diputados corruptos en planillas de terroristas y traficantes, protegidos por la inmunidad parlamentaria. La democracia tiene que rebelarse y renovarse con programas, no con patrones. La gran alianza electoral tiene que hacerse y comprometerse coherentemente con las gentes, con la institucionalidad, con la legitimidad y con los intereses de la comunidad. Pero hay que hacer docencia sobre ello, para ella. Así nace una alianza para la gobernabilidad.

Es imposible considerar siquiera que se puede hacer una alianza entre partidos políticos o candidatos cuando los intereses de cada uno son ajenos a reparar las disparidades. Las trayectorias de los que hay en el escenario nacional son variadas y conocidas. Algunas, divergentes e incorregibles. Lo que los une es asegurarse un boleto de entrada a la fiesta de la repartición. Mañana no podemos votar por ignorancia. Otras tuvieron aciertos y desaciertos que han producido escuela y alumnos. Sin embargo, “la vocación política consiste en el esfuerzo por reconciliar los opuestos o, al menos, manejar su coexistencia para limitar sus conflictos”. Una alianza puede ser matrimonio, un rito con formalidades con o sin amor; o casamiento, un compromiso para vivir en la misma casa.

Hay una candidatura con pasión por lo correcto, tomando otro camino. Cree en la decencia para plantear y actuar, hace eco de un segmento educado e indignado de la población, consulta -aún no suficiente, nunca lo será- con el segmento social desfavorecido, al que también hay que educar. Es necesario hacer un nudo social, que solo se logra “con la confianza y la amistad de los ciudadanos”, como lo recuerda Pierre Hassner. El golpe contundente no se puede dar solo con esa lectura del deseo; es necesario crear confianza para la participación de los ciudadanos en el entendimiento de qué significan los programas para esas poblaciones. Si hay que dar pasos laterales para dar cabida a las coincidencias, sin torcer el camino por las diferencias, reforzando la confianza común con las gentes, hay que dar esos pasos.

Pero hay un asunto que sobrepasa las alianzas partidistas, la alianza con el verdugo, una forma del “síndrome de Estocolmo” o de concupiscencia para el delito. Como sabiamente ha escrito una “twitera” recientemente frente a la imagen de un preso detrás de las rejas que escoge un pedazo de pan en lugar de la llave que le abriría la celda: “si no lo ayudas a saberse libre, no hiciste nada en este período electoral”. Cuando ves los resultados de encuestas favoreciendo exponencialmente a quien hizo para robar, pregúntales: “qué te dio, qué te quitó”. ¿Te dio o te quitó agua, calles, escuelas, centros de salud, medicinas probadas, seguridad en tu barrio? ¿Te alivió el miedo, el hambre, la enfermedad? ¿Te quitó la tranca de la inequidad para surgir como ser humano?

Y el que arrastra una carretilla desde las 5 de la mañana para vender el ñame o la yuca, o monta la bicicleta para afilar un cuchillo o unas tijeras, o maneja su camión destartalado con una balanza tilteada para pesar el plátano o los mangos, antes de que maduren con mal olor, o el pescado de la noche; y el otro, que con altoparlante a toda mecha te despierta para comprarte hierro, tapas de alcantarillas, estufas esqueletos con fogones oxidados y refrigeradoras de pinturas descascarilladas, que ya no enfrían. ¿Qué quieren? ¿Por qué quieren? ¿Terminarán eligiendo a un hombre o mujer, candidatos de efímeras promesas, esmerados por el balcón frente al mar y el corredor que rompió el paisaje y atracó el erario, la flota de barcazas que todavía rescatan sus quillas con esfuerzo para cortar el agua y traer las presas en sus redes? De hecho, aquellos no quieren un mercado, quieren el alimento. No quieren un parque, quieren sombra y abrigo donde dormir. No quieren una fuente renacentista, quieren el agua de esa fuente. Ni quieren luminarias que duermen de día y se desgastan, como sus esperanzas, cada noche, quieren electricidad en sus casas, que no tienen ni aunque vivan en los predios de hidroeléctricas extranjeras.

No nos sorprendan las alianzas. No indican siempre coherencia ideológica o programática, sino el propósito de ganar las elecciones. Política y políticas son diferentes. A la política le compete triunfar; las políticas se refiere a cómo el poder se usa para alcanzar propósitos y metas. Política y políticas reconcilian las diferencias sin perder identidad. Pero hay que ganar las elecciones si queremos hacer los cambios. Entonces, fortalezcamos alianzas de cara a las gentes, forjando las coincidencias y enriqueciéndonos con las diferencias.

Esa es la mediación necesaria en este período de hacer alianzas. De otra manera, de nada sirve la elaboración cuidadosa de un programa de gobierno por las gentes, si se espeta al cielo “no nos vamos a unir a nadie”. En ese momento se abandona a los que queremos andar un camino nuevo. A ver si entendemos: si queremos que gane nuestro ideario, no trabemos el paso hacia una alianza para ganar.  Publicado en el diario La Prensa de Panamá, el 22 de septiembre de 2023

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